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Exequias
y honras fúnebres
El ritual
funerario, dramático por su propia naturaleza, se presta como pocos a la teatralización y a la utilización por parte de la clase dominante como
vehículo para mostrar públicamente su poder y su estatus. La muerte,
lejos de ser un asunto privado es, desde la Edad Media, un espectáculo
público, especialmente si se trata de la muerte de un poderoso. La
complejidad de lo que podríamos denominar el ceremonial tipo de los
funerales de la nobleza y la familia real desde finales de la época
medieval, con sus coros de plañideras, sus cortejos de pobres, el
desfile de los parientes y de las armas del difunto, las procesiones de
cirios y la abundante producción de arte efímero, convertían al ritual
mortuorio –que podía llegar a durar casi un mes- en un espectáculo
urbano de primera magnitud.
El público-pueblo de las villas y ciudades
de la época no permanecía insensible a los estímulos que se le ofrecían
en tales ocasiones y participaba activamente en las manifestaciones
públicas de dolor y en los cortejos funerarios, o contemplaba ávidamente
la magnificencia y el lujo de las vestimentas, de los arreos de los
caballos y de los monumentos erigidos para la ocasión. Aunque la
literatura y los sermones hacen hincapié en la universalidad de la
muerte y su poder igualatorio que acaba con las diferencias sociales, y
se esfuerzan en destacar la idea de la vanitas, la futilidad de los
placeres mundanos y la corrupción inherente a todo lo material, la
muerte –en su manifestación pública- no es un hecho en absoluto
igualitario sino una ocasión excelente, la última además, para mostrar
ante la sociedad el estatus del difunto, sus obras, sus virtudes y sus
ideales de vida.
Correr las Armas
Esta ceremonia de carácter parateatral está documentada en Inglaterra
desde la época de los Plantagenet, tiene sus raíces en el ceremonial
funerario romano y manifestaciones en la Península tanto en la corona de
Aragón como en Castilla, Portugal y Galicia. Era en realidad un
espectáculo urbano que se hacía en las honras fúnebres de los varones de
la Casa Real y de la nobleza, una expresión pública de duelo por parte
de los caballeros y escuderos más allegados al finado, que recorrían las
calles vestidos de saco, en caballos engalanados llevando las armas del
difunto a la funerala, es decir con los escudos invertidos, revesados
como signo de duelo. Frecuentemente se arrastraban por el suelo los
pendones del difunto y sus armas se cubrían con velos negros. Eran
ceremonias de gran dramatismo, si hacemos caso de los documentos, que se
insertaban en un complejo ritual de misas, cantos, rezos y procesiones
que duraban varios días en los que se velaba constantemente el cuerpo
del difunto, o su efigie, la cera ardía día y noche y se repartía comida
entre los pobres que acudían a llorar al fallecido.
Era frecuente
también que en el momento del entierro los amigos del finado hiciesen
aullar a sus perros y golpeasen fuerte y repetidamente sus escudos hasta
romperlos como expresión de dolor. Quizá hablar de Teatro, sea exagerado
para referirse a estos rituales funerarios bajomedievales, pero desde
luego les cuadran perfectamente los adjetivos dramático y espectacular,
tan en boga entre los historiadores de la literatura para referirse a
las manifestaciones teatrales de medievo.
Desde finales del
siglo XIII tenemos testimonios iconográficos de estos rituales fúnebres
en la Península
(sepulcro del Infante D. Felipe en Villalcazar de Sirga, sepulcros de
Palazuelos y Matallana, tumba de Pere Queralt…), con ejemplos que llegan
hasta mediados del siglo XVI (Libro de Horas de Manuel I de
Portugal). En Galicia no existen, hasta donde yo conozco, pruebas
iconográficas de la existencia de rituales semejantes, pero sí las hay
documentales:
En el testamento de
Pedro Vázquez de Valladares, señor de la casa de Sierra (1475), el
testador dispone que lo entierren en Santo Domingo de Pontevedra y que: "no
tempo das minhas honras se creben por min unha ducia de escudos e
arrastren os meus pendoes pintados das armas de Meyra, Valadares y
Camba, e den a meus criados, amos e peóns a cada hum sua capa de loyto".
Y Mauro Castellá
Ferrer, que describe las exequias del caballero de O Incio, Gonzálo
López de Somoza, siguiendo el relato que había oído de “personas
cuyos padres y abuelos vieron enterrar a Gonçalo Lopez de Somoça en
tiempos de los Catholicos Reyes de España”, dice que:
“yvan
sus escuderos a cavallo armados con ellos embraçados, y mantas
cubiertas sobre las armas delante del cuerpo (luto muy usado
antiguamente en Galicia) y junto a el llevaban su caballo enlutado
con escudo de sus armas colgado del arzón. Todos sus vassallos y
criados seguían el cuerpo con mantas cubiertas y acabadas la vigilia
y la Missa, subían a cauallo los escuderos, y al tiempo que lo
entrerrauan batían los escudos unos con otros, y luego quitavan el
que avia sido de su señor del cavallo, y le colgavan en las
capillas, y por esto en estas avia tantos”
(CASTELLÁ FERRER,
Mauro, Historia del Apostol de Iesvs Christo Santiago Zebedeo,
patron y capitan general de las Españas, Alonso Martin de
Balboa, Madrid, 1610, fol. 245v).
Exequias
En los siglos XVI y XVII, a
los
ritos funerarios de cuerpo presente se unen las exequias que en
las diferentes ciudades del reino se celebran públicamente cuando se
conoce la noticia del fallecimiento del Rey o de algún personaje
importante. Generalmente se levanta un monumento de madera pintada y
telas en el crucero de un templo de la localidad, en el cual se expone
un sepulcro simbólico cubierto de brocados. Para inaugurarlo se organiza
una solemne procesión ciudadana, con participación de los gremios y las
autoridades, que se dirige al templo y, ante la máquina allí levantada,
se desarrolla un oficio de difuntos se leen sermones y panegíricos, se
recitan poemas y se exhibe imaginería alegórica que glosa las virtudes
del finado en clave emblemática.
Conocemos estas exequias
por las crónicas y Relaciones que, intencionadamente, se redactaban
describiéndolas para la posteridad. Como integrantes de un subgénero
cerrado y codificado, estas Relaciones tienden hacia el estereotipo,
abundando los tópicos y siendo general el tono laudatorio, pero gracias
a ellas, y a los grabados que en ocasiones incluyen, disponemos de
muchos de los textos empleados y podemos hacernos una idea de la
espectacularidad y complicación de los monumentos efímeros que se
levantaban, de su “simbología ascensional” y de su intención
escenográfica y teatral que, unida a los textos, convierte en
espectáculo y representación al ritual mortuorio.
En Galicia disponemos de
datos relativamente abundantes de las exequias reales en la época que
nos interesa. La mayor parte proceden de Santiago, donde la
conjunción de los esfuerzos de las autoridades municipales, la
Universidad, y la Catedral, convirtieron a la ciudad en el epicentro de
las celebraciones en tierras gallegas. También las tenemos de A Coruña, sede de la Real Audiencia,
patrocinadora habitual de este tipo de ceremonias en las que se
invertían sumas notables.
Sabemos que en Compostela se celebraron
exequias más o menos solemnes por el Gran Capitán y su hija la duquesa
de Sesa en 1525, y por el infante D. Juan de Granada, gobernador de
Galicia fallecido en 1543, aunque ninguna alcanzó, al parecer, el grado de
espectacularidad de las exequias de Carlos I celebradas el 28 de
noviembre de 1558. Para ellas se levantó en el crucero de la
catedral un complicado túmulo turriforme, denominado poéticamente
castrum doloris, con un alzado de tres pisos que llegaban hasta el
cimborrio, ornamentado con pendones colgantes y 100 hachas de cera, y
rematado con una gran corona de la que pendía un cielo con flecos y doce
candelabros, en cuya construcción trabajaron 41 operarios (carpinteros,
escultores, pintores, peones y un sastre) durante 32 días.
Mayor
monumentalidad tuvo el túmulo que se erigió en el crucero de la iglesia
de San Francisco de A Coruña en octubre de 1598 para las exequias de
Felipe II, imponente máquina turriforme de estilo romanista levantada
sobre una plataforma de tres escalones y compuesta de tres pisos
cuadrangulares de dimensiones decrecientes, con esquinas achaflanadas y
dos columnas en cada chaflán que soportaban arquitrabes y balaustradas.
En el tercero se colocaba el sepulcro simbólico cubierto de ricos
brocados. El remate eran dos alegorías de la Fe y la Justicia que se
alzaban sobre un zócalo ochavado. Tenía también Virtudes pintadas por
parejas en lienzos situados en los frentes del primer cuerpo del
monumento.
Pero sin duda habría que
calificar de austeras a estas exequias de los Austrias mayores, y a los
túmulos que en ellas se levantaron, en comparación con el fasto barroco
que se desplegó en las de los Austrias menores, de las cuales sabemos
que -en la época estudiada- se celebraron en Galicia en honor de
Margarita de Austria (1611), Felipe III (1621), Isabel de Borbón (1644), Felipe IV (1665)
y María Luisa de Borbón (1689).
Las exequias de la reina
Margarita de Austria fueron especialmente solemnes y fastuosas, quizá por
la impresión que causó en el reino la noticia de su muerte a los
veintiséis años como consecuencia de su octavo parto, y porque la reina
tenía mucha relación con los condes cortesanos gallegos de Lemos y Monterrei, y era prima del arzobispo de Santiago Maximiliano de Austria.
La Audiencia de A Coruña se adelantó a las demás ciudades gallegas levantando en
San Francisco el monumento, mientras que el Ayuntamiento lo hizo en la
Colegiata de Santa María del Campo. Más tarde también se hicieron en
Santiago (en febrero de 1612), erigiéndose en la catedral el habitual
catafalco que, según la relación manuscrita que se conserva en la
Biblioteca Nacional, “era sumptuosísimo” y estaba ornamentado con
Virtudes acompañadas de versos y rematado con una cartela que decía: “Acá
quedan las Virtudes de la gran Reina de España / la Charidad la acompaña”.
En A Coruña además de
levantarse un impresionante monumento, tan elevado que, según las
crónicas, obligó a abrir la
bóveda del cimborrio de la iglesia de San Francisco para acomodarlo, se convocó una
especie de certamen poético al que se presentaron obras en castellano,
latín y gallego. Estas piezas, así como la descripción del monumento y
de los actos que ante él se realizaron, fueron llevadas a la imprenta en
Santiago en 1612 con el título: Relación de las exequias que hiço la
Real Audiencia del Reyno de Galiçia á la Magestad de la Reyna D.
Margarita de Austria, libro al que ya me he referido por incluir un
Diálogo misceláneo que parece inspirado en un Auto Sacramental.
De acuerdo con la
Relación, el túmulo coruñés, aunque inspirado en los austeros y
romanistas de los primeros Austrias, era ya un verdadero catafalco
barroco de planta centralizada y estructura de templete-baldaquino,
ornamentado con abundancia de alegorías, lemas, jeroglíficos, aparato
emblemático, luces, colgarejos textiles y las inevitables Virtudes (en
este caso dieciséis), alusivas a las de la difunta. Remataba el conjunto,
como en el túmulo compostelano de Carlos I, con una gran corona.
Incluso en villas
pequeñas se hacían cosas semejantes, como sucedió en Baiona en 1580 en
las exequias públicas de la Reina Ana de Austria, cuarta esposa de
Felipe II. El Ayuntamiento ordenó: "que se agan las osequias como se
acostumbra azer en esta villa, y para ello encargaron que en quanto al
tomolo quede a cargo de azerlo hazer y paños negros para el dicho hefeto,
el Señor Pedro Cabral, regidor". El túmulo se levantó en la
colegiata, se adornó con calavernas y se iluminó con hachas de
cera; se hizo venir a la villa a los cantores de la Catedral de Tui y a
todos los clérigos del Valle de Miñor para las misas, y se pagaron
vestidos de luto a los regidores.
También se hacían
túmulos en Tui, por ejemplo en las honras fúnebres de Felipe V, cuyas
solemnes exequias se hicieron en la catedral el 29 de octubre de 1746: "se
haga el tumulo alto y con la mayor decencia de luces y hornato y que se
publique la esperada función", dice un acuerdo municipal de
24/10/1746.
En Ribadeo tenemos
noticias de exequias y funerales solemnes de varios reyes (Carlos II,
Luis I...), y también se hacían cuando se conocía el fallecimiento de algún
miembro de la familia de los condes de la villa. Para la ceremonia se
levantaba un túmulo en la colegiata de Santa María, se pronunciaban
sermones y era habitual la música (el concejo tenía en nómina a un
organista). También sabemos que, al menos en algunas en ocasiones, se
recitaban poesías fúnebres (consta su existencia en
1749 en las exequias por el conde de Ribadeo, y en 1750 en las de la
condesa).
Quizá sea
excesivo calificar a estas ceremonias como Teatro, con mayúscula, pero
drama y espectáculo sí debieron de ser y esa naturaleza teatral
subyacente en el ritual de las exequias ha sido destacada por muchos
autores, y por los propios cronistas que parecen haber sido conscientes
de ella, al menos desde finales del siglo XVII cuando varios afirman que
durante las ceremonias fúnebres, la iglesia se convertía “en el más
decente sitio y Real Teatro”, en el cual “por ocupar el lugar en
tan trágico Teatro”, se representaba
públicamente el dolor de los ciudadanos, “teniendo así la Iglesia i
su Orador su correspondiente Teatro i Auditorio”.
La construcción y
decoración de estos túmulos para las exequias reales fue una importante
fuente de ingresos para entalladores y pintores. Ciñéndonos solo a
Santiago de Compostela, sabemos, por ejemplo, que el Maestre Felipe,
entallador extranjero residente en Santiago (era feligrés de la
Corticela), fue autor del espectacular túmulo que se hizo en la catedral
de Santiago en 1558 para las exequias del emperador Carlos V, con la
colaboración de Juan López (pintor) y los maestros entalladores Miguel
Ramón y Diego Jardín. Juan Tomás Celma, pintor vecino de Valladolid,
decoró el del príncipe Carlos de Austria en 1568, con la ayuda de un
grupo de artistas que incluía a Juan Santos, imaginero, y a Marcos de
Forres, Toribio Giraldo, y Juan de Erces, pintores. El arquitecto
gallego
Domingo de Andrade diseñó el de María Luisa de Borbón en 1689, Jerónimo
García fue el autor del de Carlos II en 1700; el pintor Francisco
Sánchez se encargó de la decoración de los del padre de Felipe V (1711)
y de su hijo Luis I (1724); Bartolomé Barreiro y Tomás Caetano hicieron el de María
Luisa de Saboya en 1714, y el pintor catedralicio Juan García de Bouzas
se encargó de la decoración, además de otros posteriores a 1750, de los
túmulos de María Luisa de Saboya (1714), Luis I (1724), y Bárbara de
Braganza (1742). |
Sepulcro
del Infante D. Felipe en Villalcazar de Sirga (m. 1274). Caballo con el
pendón posadero a la funerala.
Entierro de
Manuel I de Portugal. Ca. 1551. Libro de Horas de Manuel I (MNAA,
Lisboa). Pendón arrastrado y rotura de escudos.
Los nobles
gallegos D. García Sarmiento y D. Rodrigo de Moscoso Osorio en las
exequias de Carlos V en Bruselas (1558). Grabado de 1559 según diseños
de Hieronymus Cock.
Túmulo levantado en San Francisco de A
Coruña para las exequias de Felipe II (1598). Reconstrucción según Adelaida Allo Manero.
Frontispicio de la Relación de
las exequias que hiço la
Real Audiencia del Reyno de Galiçia á la Magestad de la Reyna D.
Margarita de Austria, impresas en Santiago en 1612
Ejemplar digitalizado (AQUÍ)
Emblema en la
Oración fúnebre a las honras del señor D. Fadrique de Valladares
Sarmiento y Ozores (1665).
Portada de la
relación de las exequias de Mª Luisa de Borbón (Santiago, 1689). |