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 Julio I. González Montañés ©

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Exequias y honras fúnebres

 

   El ritual funerario, dramático por su propia naturaleza, se presta como pocos a la teatralización y a la utilización por parte de la clase dominante como vehículo para mostrar públicamente su poder y su estatus. La muerte, lejos de ser un asunto privado es, desde la Edad Media, un espectáculo público, especialmente si se trata de la muerte de un poderoso. La complejidad de lo que podríamos denominar el ceremonial tipo de los funerales de la nobleza y la familia real desde finales de la época medieval, con sus coros de plañideras, sus cortejos de pobres, el desfile de los parientes y de las armas del difunto, las procesiones de cirios y la abundante producción de arte efímero, convertían al ritual mortuorio –que podía llegar a durar casi un mes- en un espectáculo urbano de primera magnitud.

   El público-pueblo de las villas y ciudades de la época no permanecía insensible a los estímulos que se le ofrecían en tales ocasiones y participaba activamente en las manifestaciones públicas de dolor y en los cortejos funerarios, o contemplaba ávidamente la magnificencia y el lujo de las vestimentas, de los arreos de los caballos y de los monumentos erigidos para la ocasión. Aunque la literatura y los sermones hacen hincapié en la universalidad de la muerte y su poder igualatorio que acaba con las diferencias sociales, y se esfuerzan en destacar la idea de la vanitas, la futilidad de los placeres mundanos y la corrupción inherente a todo lo material, la muerte –en su manifestación pública- no es un hecho en absoluto igualitario sino una ocasión excelente, la última además, para mostrar ante la sociedad el estatus del difunto, sus obras, sus virtudes y sus ideales de vida.

 

Correr las Armas

  Esta ceremonia de carácter parateatral está documentada en Inglaterra desde la época de los Plantagenet, tiene sus raíces en el ceremonial funerario romano y manifestaciones en la Península tanto en la corona de Aragón como en Castilla, Portugal y Galicia. Era en realidad un espectáculo urbano que se hacía en las honras fúnebres de los varones de la Casa Real y de la nobleza, una expresión pública de duelo por parte de los caballeros y escuderos más allegados al finado, que recorrían las calles vestidos de saco, en caballos engalanados llevando las armas del difunto a la funerala, es decir con los escudos invertidos, revesados como signo de duelo. Frecuentemente se arrastraban por el suelo los pendones del difunto y sus armas se cubrían con velos negros. Eran ceremonias de gran dramatismo, si hacemos caso de los documentos, que se insertaban en un complejo ritual de misas, cantos, rezos y procesiones que duraban varios días en los que se velaba constantemente el cuerpo del difunto, o su efigie, la cera ardía día y noche y se repartía comida entre los pobres que acudían a llorar al fallecido.

  Era frecuente también que en el momento del entierro los amigos del finado hiciesen aullar a sus perros y golpeasen fuerte y repetidamente sus escudos hasta romperlos como expresión de dolor. Quizá hablar de Teatro, sea exagerado para referirse a estos rituales funerarios bajomedievales, pero desde luego les cuadran perfectamente los adjetivos dramático y espectacular, tan en boga entre los historiadores de la literatura para referirse a las manifestaciones teatrales de medievo.

  Desde finales del siglo XIII tenemos testimonios iconográficos de estos rituales fúnebres en la Península (sepulcro del Infante D. Felipe en Villalcazar de Sirga, sepulcros de Palazuelos y Matallana, tumba de Pere Queralt…), con ejemplos que llegan hasta mediados del siglo XVI (Libro de Horas de Manuel I de Portugal). En Galicia no existen, hasta donde yo conozco, pruebas iconográficas de la existencia de rituales semejantes, pero sí las hay documentales:

  En el testamento de Pedro Vázquez de Valladares, señor de la casa de Sierra (1475), el testador dispone que lo entierren en Santo Domingo de Pontevedra y que: "no tempo das minhas honras se creben por min unha ducia de escudos e arrastren os meus pendoes pintados das armas de Meyra, Valadares y Camba, e den a meus criados, amos e peóns a cada hum sua capa de loyto".

  Y Mauro Castellá Ferrer, que describe las exequias del caballero de O Incio, Gonzálo López de Somoza, siguiendo el relato que había oído de “personas cuyos padres y abuelos vieron enterrar a Gonçalo Lopez de Somoça en tiempos de los Catholicos Reyes de España”, dice que:

 “yvan sus escuderos a cavallo armados con ellos embraçados, y mantas cubiertas sobre las armas delante del cuerpo (luto muy usado antiguamente en Galicia) y junto a el llevaban su caballo enlutado con escudo de sus armas colgado del arzón. Todos sus vassallos y criados seguían el cuerpo con mantas cubiertas y acabadas la vigilia y la Missa, subían a cauallo los escuderos, y al tiempo que lo entrerrauan batían los escudos unos con otros, y luego quitavan el que avia sido de su señor del cavallo, y le colgavan en las capillas, y por esto en estas avia tantos (CASTELLÁ FERRER, Mauro, Historia del Apostol de Iesvs Christo Santiago Zebedeo, patron y capitan general de las Españas, Alonso Martin de Balboa, Madrid, 1610, fol. 245v).

 

Exequias

  En los siglos XVI y XVII, a los ritos funerarios de cuerpo presente se unen las exequias que en las diferentes ciudades del reino se celebran públicamente cuando se conoce la noticia del fallecimiento del Rey o de algún personaje importante. Generalmente se levanta un monumento de madera pintada y telas en el crucero de un templo de la localidad, en el cual se expone un sepulcro simbólico cubierto de brocados. Para inaugurarlo se organiza una solemne procesión ciudadana, con participación de los gremios y las autoridades, que se dirige al templo y, ante la máquina allí levantada, se desarrolla un oficio de difuntos se leen sermones y panegíricos, se recitan poemas y se exhibe imaginería alegórica que glosa las virtudes del finado en clave emblemática.

  Conocemos estas exequias por las crónicas y Relaciones que, intencionadamente, se redactaban describiéndolas para la posteridad. Como integrantes de un subgénero cerrado y codificado, estas Relaciones tienden hacia el estereotipo, abundando los tópicos y siendo general el tono laudatorio, pero gracias a ellas, y a los grabados que en ocasiones incluyen, disponemos de muchos de los textos empleados y podemos hacernos una idea de la espectacularidad y complicación de los monumentos efímeros que se levantaban, de su “simbología ascensional” y de su intención escenográfica y teatral que, unida a los textos, convierte en espectáculo y representación al ritual mortuorio.

   En Galicia disponemos de datos relativamente abundantes de las exequias reales en la época que nos interesa. La mayor parte proceden de Santiago, donde la conjunción de los esfuerzos de las autoridades municipales, la Universidad, y la Catedral, convirtieron a la ciudad en el epicentro de las celebraciones en tierras gallegas. También las tenemos de A Coruña, sede de la Real Audiencia, patrocinadora habitual de este tipo de ceremonias en las que se invertían sumas notables.

  Sabemos que en Compostela se celebraron exequias más o menos solemnes por el Gran Capitán y su hija la duquesa de Sesa en 1525, y por el infante D. Juan de Granada, gobernador de Galicia fallecido en 1543, aunque ninguna alcanzó, al parecer, el grado de espectacularidad de las exequias de Carlos I celebradas el 28 de noviembre de 1558. Para ellas se levantó en el crucero de la catedral un complicado túmulo turriforme, denominado poéticamente castrum doloris, con un alzado de tres pisos que llegaban hasta el cimborrio, ornamentado con pendones colgantes y 100 hachas de cera, y rematado con una gran corona de la que pendía un cielo con flecos y doce candelabros, en cuya construcción trabajaron 41 operarios (carpinteros, escultores, pintores, peones y un sastre) durante 32 días.

   Mayor monumentalidad tuvo el túmulo que se erigió en el crucero de la iglesia de San Francisco de A Coruña en octubre de 1598 para las exequias de Felipe II, imponente máquina turriforme de estilo romanista levantada sobre una plataforma de tres escalones y compuesta de tres pisos cuadrangulares de dimensiones decrecientes, con esquinas achaflanadas y dos columnas en cada chaflán que soportaban arquitrabes y balaustradas. En el tercero se colocaba el sepulcro simbólico cubierto de ricos brocados. El remate eran dos alegorías de la Fe y la Justicia que se alzaban sobre un zócalo ochavado. Tenía también Virtudes pintadas por parejas en lienzos situados en los frentes del primer cuerpo del monumento.

   Pero sin duda habría que calificar de austeras a estas exequias de los Austrias mayores, y a los túmulos que en ellas se levantaron, en comparación con el fasto barroco que se desplegó en las de los Austrias menores, de las cuales sabemos que -en la época estudiada- se celebraron en Galicia en honor de Margarita de Austria (1611), Felipe III (1621), Isabel de Borbón (1644),  Felipe IV (1665) y María Luisa de Borbón (1689).

    Las exequias de la reina Margarita de Austria fueron especialmente solemnes y fastuosas, quizá por la impresión que causó en el reino la noticia de su muerte a los veintiséis años como consecuencia de su octavo parto, y porque la reina tenía mucha relación con los condes cortesanos gallegos de Lemos y Monterrei, y era prima del arzobispo de Santiago Maximiliano de Austria. La Audiencia de A Coruña se adelantó a las demás ciudades gallegas levantando en San Francisco el monumento, mientras que el Ayuntamiento lo hizo en la Colegiata de Santa María del Campo. Más tarde también se hicieron en Santiago (en febrero de 1612), erigiéndose en la catedral el habitual catafalco que, según la relación manuscrita que se conserva en la Biblioteca Nacional, “era sumptuosísimo” y estaba ornamentado con Virtudes acompañadas de versos y rematado con una cartela que decía: “Acá quedan las Virtudes de la gran Reina de España / la Charidad la acompaña”.

   En A Coruña además de levantarse un impresionante monumento, tan elevado que, según las crónicas, obligó a abrir la bóveda del cimborrio de la iglesia de San Francisco para acomodarlo, se convocó una especie de certamen poético al que se presentaron obras en castellano, latín y gallego. Estas piezas, así como la descripción del monumento y de los actos que ante él se realizaron, fueron llevadas a la imprenta en Santiago en 1612 con el título: Relación de las exequias que hiço la Real Audiencia del Reyno de Galiçia á la Magestad de la Reyna D. Margarita de Austria, libro al que ya me he referido por incluir un Diálogo misceláneo que parece inspirado en un Auto Sacramental.

   De acuerdo con la Relación, el túmulo coruñés, aunque inspirado en los austeros y romanistas de los primeros Austrias, era ya un verdadero catafalco barroco de planta centralizada y estructura de templete-baldaquino, ornamentado con abundancia de alegorías, lemas, jeroglíficos, aparato emblemático, luces, colgarejos textiles y las inevitables Virtudes (en este caso dieciséis), alusivas a las de la difunta. Remataba el conjunto, como en el túmulo compostelano de Carlos I, con una gran corona.

  Incluso en villas pequeñas se hacían cosas semejantes, como sucedió en Baiona en 1580 en las exequias públicas de la Reina Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II. El Ayuntamiento ordenó: "que se agan las osequias como se acostumbra azer en esta villa, y para ello encargaron que en quanto al tomolo quede a cargo de azerlo hazer y paños negros para el dicho hefeto, el Señor Pedro Cabral, regidor". El túmulo se levantó en la colegiata, se adornó con calavernas y se iluminó con hachas de cera; se hizo venir a la villa a los cantores de la Catedral de Tui y a todos los clérigos del Valle de Miñor para las misas, y se pagaron vestidos de luto a los regidores.

 También se hacían túmulos en Tui, por ejemplo en las honras fúnebres de Felipe V, cuyas solemnes exequias se hicieron en la catedral el 29 de octubre de 1746: "se haga el tumulo alto y con la mayor decencia de luces y hornato y que se publique la esperada función", dice un acuerdo municipal de 24/10/1746.

  En Ribadeo tenemos noticias de exequias y funerales solemnes de varios reyes (Carlos II, Luis I...), y también se hacían cuando se conocía el fallecimiento de algún miembro de la familia de los condes de la villa. Para la ceremonia se levantaba un túmulo en la colegiata de Santa María, se pronunciaban sermones y era habitual la música (el concejo tenía en nómina a un organista). También sabemos que, al menos en algunas en ocasiones, se recitaban poesías fúnebres (consta su existencia en 1749 en las exequias por el conde de Ribadeo, y en 1750 en las de la condesa).

  Quizá sea excesivo calificar a estas ceremonias como Teatro, con mayúscula, pero drama y espectáculo sí debieron de ser y esa naturaleza teatral subyacente en el ritual de las exequias ha sido destacada por muchos autores, y por los propios cronistas que parecen haber sido conscientes de ella, al menos desde finales del siglo XVII cuando varios afirman que durante las ceremonias fúnebres, la iglesia se convertía “en el más decente sitio y Real Teatro”, en el cual “por ocupar el lugar en tan trágico Teatro”, se representaba públicamente el dolor de los ciudadanos, “teniendo así la Iglesia i su Orador su correspondiente Teatro i Auditorio”.

La construcción y decoración de estos túmulos para las exequias reales fue una importante fuente de ingresos para entalladores y pintores. Ciñéndonos solo a Santiago de Compostela, sabemos, por ejemplo, que el Maestre Felipe, entallador extranjero residente en Santiago (era feligrés de la Corticela), fue autor del espectacular túmulo que se hizo en la catedral de Santiago en 1558 para las exequias del emperador Carlos V, con la colaboración de Juan López (pintor) y los maestros entalladores Miguel Ramón y Diego Jardín. Juan Tomás Celma, pintor vecino de Valladolid, decoró el del príncipe Carlos de Austria en 1568, con la ayuda de un grupo de artistas que incluía a Juan Santos, imaginero, y a Marcos de Forres, Toribio Giraldo, y Juan de Erces, pintores. El arquitecto gallego Domingo de Andrade diseñó el de María Luisa de Borbón en 1689, Jerónimo García fue el autor del de Carlos II en 1700; el pintor Francisco Sánchez se encargó de la decoración de los del padre de Felipe V (1711) y de su hijo Luis I (1724); Bartolomé Barreiro y Tomás Caetano hicieron el de María Luisa de Saboya en 1714, y el pintor catedralicio Juan García de Bouzas se encargó de la decoración, además de otros posteriores a 1750, de los túmulos de María Luisa de Saboya (1714), Luis I (1724), y Bárbara de Braganza (1742).

 

 

 

 

Sepulcro del Infante D. Felipe en Villalcazar de Sirga (m. 1274). Caballo con el pendón posadero a la funerala.

 

 

 

 

Entierro de Manuel I de Portugal. Ca. 1551. Libro de Horas de Manuel I (MNAA, Lisboa). Pendón arrastrado y rotura de escudos.

 

 

 

Los nobles gallegos D. García Sarmiento y D. Rodrigo de Moscoso Osorio en las exequias de Carlos V en Bruselas (1558). Grabado de 1559 según diseños de Hieronymus Cock.

 

 

 

 

Túmulo levantado en San Francisco de A Coruña para las exequias de Felipe II (1598). Reconstrucción según Adelaida Allo Manero.

 

 

 

 

Frontispicio de la Relación de las exequias que hiço la Real Audiencia del Reyno de Galiçia á la Magestad de la Reyna D. Margarita de Austria, impresas en Santiago en 1612

Ejemplar digitalizado (AQUÍ)

 

 

 

 

Emblema en la Oración fúnebre a las honras del señor D. Fadrique de Valladares Sarmiento y Ozores (1665).

 

 

 

 

Portada de la relación de las exequias de Mª Luisa de Borbón (Santiago, 1689).

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